La presentación de Yuri Herrera, que también me abrigó esa noche:
Ellos dos: sobre la soberanía del deseo
Yuri Herrera
Cuando quiero hablar de un libro que me gusta comienzo por decir de qué trata la historia, cómo enganchan las anécdotas al lector, qué hay en eso que le sucede a los personajes que me permite emocionarme hasta la última página. Para hablar de Ellos dos, la novela de Patricia de Souza, debo buscar una estrategia diferente, porque este es un libro que no se puede dejar una vez que uno lo ha comenzado, por otras razones: por su textura, por la musicalidad con que se desenvuelve, por el viaje interno que propone.
Aparentemente, Ellos dos es la historia de una separación, y de cómo la protagonista ve en los demás hombres de su vida las claves para entender qué sucedió con O, el amante de quien se ha separado. Sin embargo trata más bien de dos búsquedas: la búsqueda del otro, de lo masculino, y a través de ésta, la búsqueda que la protagonista hace de sí misma. La nómina de aquellos hombres incluye al primer marido de ella, a su abuelo a las puertas de la muerte, a su padre desaparecido, a sus amigos escritores, a un muchacho que trabaja en una hacienda, a un nuevo amante con el que se topa apenas se ha separado. En cada uno de ellos encuentra no una respuesta sino un ingrediente más del misterio de lo que significa su relación con los hombres. Aún cuando ella advierta la soberbia y aún la crueldad en algunos de ellos, invariablemente repara también en la ternura que los constituye: sus inseguridades, sus entusiasmos, la manera singular de cada uno de ser un compañero.
He mencionado que cada sujeto masculino es no una clave que resuelve la historia sino parte del misterio. Y es que en la protagonista, aunque hay una constante interrogación sobre sus afectos y sobre sus titubeos amorosos, no hay ansiedad por encontrar una verdad, una cifra que le permita definirse como algo definitivo, estable, cómodo. Ella, durante buena parte del relato y casi hasta el cierre, carece de nombre tal como el amante que ha dejado y que llama sólo O. Si no hay una historia lineal es porque lo que se quiere contar no es una anécdota con principio, desarrollo y final, sino un abanico de estados de ánimo, que proliferan página a página como un asedio sobre los deseos de ella.
Creo que el libro trabaja así: Después de que se nos ha contado que la protagonista se separó de O, la narración hace una delta deliciosa en la cual la voz narrativa va adquiriendo densidad con cada anécdota íntima que reconstruye. Anécdota íntima: no tanto los juegos amorosos sino las pequeñas revelaciones que le dan volumen a los juegos amorosos. El libro avanza obedeciendo no a una cronología lineal, sino a la de sus deseos y sus abandonos. La narradora sabe que el pasado se ha ido y que la literatura no es capaz de recuperarlo; esta certeza, en vez de provocar nostalgia, es un arma liberadora: gracias a ella es que la reconstrucción de su vida se convierte en un hecho gozoso, en la paciente tarea de articular una pátina sobre sus recuerdos. Así, dice: “Por mucho tiempo he renunciado a contar historias provistas de un argumento con causalidad y acciones convencionales. No bien empezaba a narrar, yo me aburría o sentía que me asfixiaba como si de pronto la máquina cerebral se detuviera. Nada me aburre más que contar una historia, nada me parece más aburrido que el mundo real o causal en todas sus acepciones. Sólo puedo escribir cuando siento que hay algo que va a aparecer en el camino, alguna dificultad concreta con el lenguaje que me dará ganas de continuar haciéndolo” (80).
La dificultad como argumento para la belleza. Creo que si hay alguna frase con la cual pudiera definir este libro sería esta. La dificultad de entender al otro, de lidiar con su propios dolores, de hablar de aquél que ha pasado a ser básicamente un signo vacío que no debe ser llenado a riesgo de cristalizarlo, la dificultad como un acicate para desplegar un lenguaje propio, amorosamente cuidado, de una claridad meridiana que hace tiempo no leía. Esa delta es el acontecimiento de este libro. No es casual que, cuando finalmente se nos habla de cómo inició la relación con O, de lo que lo hacía amable y lo que los separó, el personaje se retraiga rápidamente, pues a esas alturas ha quedado claro que este relato no es una diatriba ni un homenaje a un hombre, sino ese asedio de la protagonista sobre sus deseos.
Hace unas semanas escuché un programa de radio que recordé ahora con la lectura de Ellos dos. En él se hablaba de una pieza musical compuesta en 1964 por Terry Riley, que se ha convertido en un referente de la música clásica contemporánea y aún de la música electrónica. Se llama In C y es una pieza en la cual un número variado de músicos interpretan en diferentes tiempos 53 frases musicales, mientras que otro músico toca la nota Do en ocho notas repetidas. En ese programa presentaron tres versiones de la pieza, compuestas para una nueva grabación a la que se invitó a ocho músicos contemporáneos. En cada una, los compositores improvisaban sin dejar de respetar la fórmula matemática que servía como marco, y el resultado era de una belleza conmovedora; era posible advertir las similitudes en cada una, pero era claro que la nota repetida había sido dejada en un segundo plano, modesto, y que la individualidad de cada compositor pasaba al frente.
Algo similar sucede con Ellos dos. Es un libro seductor, pero no es la presencia de las anécdotas lo que seduce, ni las descripciones de los cuerpos masculinos, ni las peripecias que se suceden en un París esplendoroso; todos estos elementos, como la nota Do de aquella pieza, son apenas señales de la razón en una obra que, fragmento a fragmento, apuesta por la hermosura del misterio.
Patricia de Souza. Ellos dos. México: Jus, 2009.
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