Según Bergson, el filósofo primo hermano de Marcel Proust que recibiría el nóbel de literatura, recuperamos el pasado para construir el presente a través de la inteligencia: nuestra inteligencia produce ese acuerdo de lo idéntico, haciendo que el yo sea idéntico a sí mismo y produzca esa sensación unidad. Por eso, a veces soy la hija de mi madre que no puese ser madre, y no puedo hacer que se una mi yo con el exterior, mi propia imagen está fragmentada, atravesada por todos esos tiempos, esas imágenes discordes que me envían desde lejos. Es cuando debo escribir, al hacerlo, recupero una cierta identidad. Es decir, nada me hace más presente que escribir, la propia mirada que yo tengo sobre mí misma. No es una imagen fija, si no creativa, produzco identidad cuando escribo....
Cuelgo el teléfono y dejo de ser la hija, la hermana, la madre que no desea ser madre, para ser yo misma. Solo por un tiempo compongo, me recompongo, hago mi música...
Enseguida cuelgo la cálida presentación de Ana Clavel:
Ellos dos de Patricia de Souza
Ana Clavel
Hay escritores y escritoras que escriben sobre el mundo y sus veleidades. Escrituras que salen de sí y exploran el horizonte para contarlo o recrearlo. A esa saga pertenecen plumas tan variadas como la de Jules Verne, cuya Vuelta al mundo en 80 días me puso a mí a girar por primera vez, a los once años, en el universo deslumbrante de la palabra y la ficción que lo mismo zarpa en un vapor, que surca los aires en un globo aerostático, que se trepa a una locomotora en una literatura de viaje y aventuras.
Pero hay otros libros que son más intimistas y recrean sobre todo el mundo interior de los personajes en una inversión de lo novelesco objetivo canónico. Un ejemplo notable que recuerdo de este otro tipo de escritura es La muerte en Venecia de Thomas Mann, que recrea el punto de vista de un hombre maduro deslumbrado por la belleza de un adolescente, en una suerte de canto agónico de la vida que se escapa como una herida irremediable.
Hay otras escrituras que son todavía más intrínsecas, más vertidas sobre sí mismas, que hacen de la escritura su objeto novelesco. Cómo no recordar entonces el comienzo de El grafógrafo, de Salvador Elizondo, cuando escribe: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo…”
En este acto solipsista de la escritura hay una variante desarrollada especialmente por escritoras que me lleva a considerar que la escritura puede, con todo derecho, asumir un género: escritoras como Marguerite Duras, Clarice Lispector, Alejandra Pizarnik emparentan la escritura de la escritura misma pero con una variante singular: escriben que escriben desde el cuerpo con el que escriben. Tal vez a una persona sensata y sensible esto podría parecerle una tautología, una verdad de Perogrullo, pero no, la mayoría de los escritores varones que escriben sobre el acto de escribir lo hacen con la cabeza, con una racionalidad que muchas veces raya en lo abstracto, una cuasi metafísica y ontología de la escritura.
A esa otra saga para la cual la escritura se escribe desde el ser del cuerpo como una entidad suprasensible pero no menos inquietante y racional, pertenece Ellos dos de Patricia de Souza. Se trata de una literatura que declaradamente abomina de contar historias del mundo real o causal, que erige al yo y al cuerpo en que se asienta ese yo como principio estructurador de la vida y de la escritura misma. Escribe la protagonista:
“Todas esas frases que me hablan desde dentro, que hablan en mí mientras camino, las asumo como esa necesidad de ser un texto íntegro; que toda mi vida, mi cuerpo, sea un cuerpo escrito, solo reconocible en la escritura, y no sé si pueda, no sé si pueda desenrollar una vida como un texto larguísimo, desde el comienzo hasta el final” (p. 97).
En principio nos encontramos ante lo que, en términos argumentales, sería una “historia de desamor y de duelo” en la que la escritura de la protagonista y narradora, como proceso vital, se convierte en el instrumento idóneo para entender y desmadejar la telaraña neurótica que subyace a la separación de sus amantes y relaciones masculinas: O, Lies, Jacob, Eric, Jean, o su propio padre que la han llevado a asumir cartas de extranjería lo mismo en Francia, Inglaterra y España, que en su Perú natal.
Pero lejos de situarse en el horizonte de la víctima que es abandonada o rechazada, esta escritura nos enfrenta a una modalidad de mujer que siguiendo sus procesos creativos y personales se erige como una conciencia en conflicto que pone en jaque los modelos tradicionales de relación. Es ella, y no ellos, quien examina y problematiza los encuentros y desencuentros cotidianos; ella, quien antepone las barreras del aislamiento y la separación neurótica; ella, quien se aparta de los hombres de su vida y… los abandona. Ella quien toma la dirección del barco de la novela, ella quien, contraria a la dominación patriarcal, se atreve a asumir su propia voz. Cito: “Es como si las mujeres recibiéramos una educación para no es-tar vivas, sino siempre ausentes, y solo en tanto que espectadoras. No ha-blar en primera persona, no atreverse, es ser cómplice de ese silencio” (66).
Y ese hablar en primera persona, racionalizándolo y somatizándolo todo, es también una escritura que se tiende sobre el vacío como el único puente, el único asidero para explicar la existencia y darle sentido. Experiencias semejantes –la escritura como arma y tabla de salvación— son visibles en la obra de Lispector y Pizarnik. En ellas, como en Souza, se pone en evidencia el nodo de esta escritura vivencial: el ser de uno, de una, la protagonista, en batalla con el otro, asumido como una experiencia trascendental e imposible, pero a la vez irrenunciable: la lucha con el otro, el ángel por ensoñado, ese ángel que en su otredad, en su ser ajeno, es siempre atrayente y aterrador. No en balde el atinado epígrafe de Rilke que preside las páginas de Ellos dos: “Todo ángel es aterrador”.
Pero con todo, el deseo de comunión, de comunicación, persiste. Es un deseo en el que se anudan vida, escritura y cuerpo como una pulsión extrema y única que también confiere identidad y autoconocimiento. No sólo ante el sujeto amoroso, sino hacia el origen en la figura del padre y la nacionalidad misma –en este caso, peruana--, trasegada por la orfandad y las contradicciones y abusos de la dominación, el mestizaje e incluso la guerrilla. Así la autora, desde la marginalidad de un ser que detiene y contiene el pulso de la vida con el acto de la escritura, disecta y deconstruye mitos, modelos, ideologías en un rearmado fluctuante y azaroso que tiene mucho de revulsión y catarsis iluminadora.
Insistiré también en la importancia del cuerpo porque la novela misma lo hace. Por un lado, el cuerpo como punto cardinal, asidero, brújula en una navegación no por íntima menos racionalizadora del universo. Una navegación que entre sus altas mareas metafísicas o existenciales no se aparta de la dimensión material, física, erótica, carnal de su condición primera. Escribe Souza:
“… ¿qué se puede inventar para salir de sí misma? Un cuerpo es un cuerpo extendido sobre el espacio, sobre la cama, sobre la almohada, ese cuerpo suyo, que se pegó al mío mientras dormimos juntos por varios días, como si hubiese logrado entrar en una parte íntima de él, sin importar las diferencias que nos separaban y sin dejar de ser un extraño en mi vida. Había decidido acompañarlo porque no sabía muy bien adónde ir ni con quién, y en mi desorientación, su cuerpo, todo el, operaban en forma de brújula. Sí, en medio de un París de invierno, hostil y austero, él era mi única orientación. Pese a ese hecho, su cuerpo estaba tan vivo que me resultaba doloroso sentir que no me pertenecería completamente, que no podía desearlo y que estaba prisionero de algo inédito, una forma de huella desconocida.” (p. 26)
Pero si la escritura es una extensión pulsional del cuerpo, ¿cómo no suponer que la novela misma es un cuerpo alterno de quien lo escribe? Entonces nos enfrentamos a una novela fragmentaria y orgánica como la experiencia apátrida y desmembrada de la protagonista, una novela surcada de jirones de piel y de conciencia como los duelos y fulguraciones que la habitan, una novela que se enreda en laberintos neuróticos como la búsqueda vehemente de su conflicto original, una novela que surge a borbotones como la sal y la sangre de la boca de un náufrago que, sin embargo, se obstina en darnos cuenta de su gloria y de su perdición. No es gratuito entonces que las partes que la conforman sean “La pérdida” y “La afasia”, esa otra pérdida de la capacidad de hablar y comprender el lenguaje. Por eso, porque escritura y existencia son una unidad intrínseca, la autora escribe en un momento de lucidez mórbida de su proceso vital:
“Creo que en el fondo me he quedado vacía, sin texto, sin algo que decir, es como si cuerpo no tuviese esqueleto, sino una estructura blanda, incapaz de sostenerlo en pie. […] Tal vez si entendiese qué me sucede no escribiría, no tengo nada que contar, pero necesito con todas mis fuerzas decir algo para no perderme definitivamente, en el fondo para no perder la razón y padecer un caos total en mi lenguaje, no saber existir.” (p. 93)
Y es aquí, en este desarmarse del cuerpo como escritura, en este descubrir la vulnerabilidad propia frente al otro, que surge cardinal la luz neblinosa del deseo y con él, las aguas proteicas del reconocimiento como en estas líneas magistrales con que culmina ese proceso de desarticulación y navegación entre las sombras de las palabras: “No sé si conozco algo más de mí, no tengo la menor idea, tardaré en saberlo, y si nunca llego a entender qué sucede en mi relación con los hombres, tampoco importa. Fijo mi residencia en este terreno desconocido, en esta casa sin número, sin techo, desde donde puedo mirar libremente el cielo. Lo que importa es que siga en movimiento, la combustión de ese deseo, ese movimiento. De todas formas nunca renunciaré a mi deseo…” (p. 124).
Ellos dos, título ambiguo, polivalente, lúdico, sugestivo, es mucho más que una historia de duelo y desamor, es una tentativa de convertir la escritura en un cuerpo que se retrae a las violencias ideológicas imperantes para hacer oír una voz disidente: lúcida y personal, íntima y necesaria.
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