Pensando en cómo el cuerpo sigue el movimiento de la cabeza, del alma, o el espíritu, tres palabras que designan el trabajo con el pensamiento y el lenguaje, yo pensaba en que la literatura es, a veces una verdadera tauromaquia que produce sus síntomas en la parte del abdomen y que a veces, se siente esa exposición a los cuernos que podría ser identificada en psicoanálisis con el falo. Yo soñaba muchas veces que un toro me perseguía sorteando todos los obstáculos. Con el tiempo este sueño ha cesado, pero me pregunto si no lo he transferido a la literatura. Y aquí el hermoso texto de Michel de Leiris, que yo traduje para entregárselo a una persona querida, habla sobre este tema simbólico y no por eso menos real. Todo es simbólico en nosotros, lo que comemos día a día, incluso los otroas, que, como decía Plotino, excelente exégeta de Platón, son a veces la Huella, la marca de algo o de Alguien...
Y el cielo de México siempre azul, ahora hay bicicletas, las mismas que en Barcelona, no sé si han sido compradas allá, pero justamente, me recuerda a BCN... Genial que el sistema de autos, tan contaminane y estresante sea sustituido poco a poco por el bicicletas... lejos todavía.
Cuando pienso en el terremoto de Chile, mucha pena, mucho miedo idem...
Texto de Michel Leiris (mi traducción), y cubierta del libro de Pablo Gallo, libro voyeur, para lectores que saben seguir su deseo, el deseo, ese ímpetu tan fuerte, tan ciego... Y a veces, agotador...
Michel Leiris
De la literatura considerada como una tauromaquia
(Traducción de Patricia de Souza)
A Georges Bataille, que es la razón de este libro.
Si nos limitamos a la frontera trazada en el tiempo de cada uno de sus ciudadanos por la legalidad francesa -regla a la cual su origen los ha sometido-es en 1922 que el autor de “La edad del hombre” ha alcanzado el momento de su vida que le ha inspirado el título de este libro. En 1922: cuatro años después de la guerra, atravesó, como otros jóvenes de su generación, este periodo, sin ver más verdaderas vacaciones, para seguir la expresión de uno de ellos.
Desde 1922, se hacía pocas ilusiones sobre la realidad del vínculo que teóricamente debería unir la mayoría legal con una madurez afectiva. En 1935, cuando pone punto final a su libro, sin duda se imaginaba que su existencia había pasado por suficientes caminos como para poder, por fin, ocuparse de entrar a la edad viril. En nuestro año 39, en que los jóvenes de después de la guerra veían postergarse decididamente esa construcción de facilidad en la cual se desesperaban, esforzándose en poner, al mismo tiempo que un auténtico fervor, una terrible distinción, el autor confiesa sin recelo que su verdadera “edad de hombre” está por escribirse, cuando haya vivido, bajo una manera u otra, la misma prueba amarga que afrontaron sus mayores.
Por ligeramente fundada que parezca hoy en día el título de su libro, el autor juzgó conveniente mantenerlo, estimando que, al final de cuentas, no desautoriza su finalidad principal: búsqueda de una plenitud vital que no se podría obtener antes de una catarsis, una liquidación cuya actividad literaria, y particularmente la literatura dicha “de confesión” aparecía como uno de los instrumentos más cómodos.
Mientras tanto, las novelas autobiográficas, diarios íntimos, recuerdos, confesiones, que concen desde hace un tiempo un auge extraordinario (como si, de la obra literaria ignorásemos lo que es creación para no afrontarlas más que desde el ángulo de la expresión y mirar, más que el objeto frabricado la persona que se esconde, o se muestra), La edad del hombre se propone entonces, sin que el autor la dote de otra cosa que no sea tratar de hablar de sí mismo con un máximo de lucidez y de sinceridad.
Un problema lo atormentaba, le daba mala conciencia y le impedía escribir: ¿lo que sucede en la escritura no queda desprovisto de valor si sigue siendo estético, anodino, desprovisto de sanción, sino hay nada en el hecho de escribir una obra que sea el equivalente (y aquí interviene una de las imágenes más queridas para el autor) de lo que es para el torero el cuerno acerado del animal, que solo -en función de la amenaza natural que ella implica-confiere una realidad humana a su arte, impidiéndole ser otra cosa que vanos movimientos de balerina?
Desnudar ciertas obsesiones de orden sentimental y sexual, confesar públicamente ciertas deficiencias o cobardías que le ocasionaban la mayor vergüenza, ese fue para el autor el medio, grosero, sin duda, pero que él entrega a los otros esperando ver remendar, introducir aunque sea una sombra de cuerno en la escritura.
Esa fue el ruego que presentaba a La edad del hombre, la víspera de “la extraña guerra”. La releo hoy en Le havre, ciudad en donde por enésima vez he venido a pasar vacaciones y donde desde hace tiempo mantengo relaciones (mis amigos Limbour, Queneau, Salacrou, que han nacido aquí, Sartre, quien fue profesor y con quien me vinculé en 1941 cuando la mayor parte de escritores que se quedaron en Francia ocupada se unieron contra la opresión nazi). Le havre está actualmente casi destruidao, lo veo desde mi balcón que domina el puerto desde lejos, bastante alto como para poder estimar en su justo valor la espantosa tabula rasa que las bombas han dejado en el centro de la ciudad como si se tratase de renovar, en el mundo más real, sobre un terreno poblado de seres vivos, la famosa operación cartesiana. A esta escala, los tormentos personales de los cuales se habla en la Edad del hombre, son evidentemente poca cosa: cualquiera que haya sido la fuerza de su sinceridad, el dolor íntimo del poeta no pesa nada frente a los horrores de la guerra y parece un dolor de muelas del que es indecente quejarse, que vendría a ser, en el enorme estrépito torturado del mundo, un débil gemido sobre las dificultades estrechamente limitadas e individuales.
Queda, en el mismo Havre, que las cosas continúan y que la vida urbana persevera. Por encima de las casas intactas como por encima del emplazamiento de las ruinas, hay por intermitencia, pese al tiempo lluvioso, un claro y bello sol. Estanques naúticos y tejados espejeantes, mar espumoso, a lo lejos, un terreno vago de barrios arrasados (abandonados por mucho tiempo, en vista de no sé que extraña desolación) subsisten, cuando la meterología lo permite, o la influencia de la humedad aérea que perfora esos rayos. Los motores roncan; tranvías y bicicletas pasan, la gente pasea o se dispersa... Yo miro todo eso, expectador que no ha entrado en el baño (o que no ha mojado más que la punta del pie) y adopta sin vergüenza el derecho de admirar ese paisaje medio devastado como si mirase un hermoso cuadro, conjugando en unidades luz y sombra, desnudez patética y hormigueo pintoresco, el lugar donde aún ahora poblado, una tragedia, apenas hace un año, tuvo lugar.
Es decir, soñaba con el cuerno del toro. No me resignaba a ser un escribidor. El matador que extrae del peligro asumido la ocasión de ser más brillante que nunca y muestra toda la calidad de su estilo en el instante en que está más amenazado: he ahí lo que me maravillaba, he ahí lo que deseaba ser. Por medio de una autobiografía, y sin embargo en un terreno en el cual la reserva es de rigor- confesión cuya publicación sería peligrosa en la media en que sería comprometedora para mí y suceptible de hacer más difícil, iluminándola, mi vida privada- apuntaba a desembarazarme de ciertas representaciones incómodas al mismo tiempo que a liberar con un máximo de pureza mis trazos y para mi propio beneficio, con el fin de disipar toda visión errónea de mí que podría implicar a lo demás. Para que hubiese catarsis y que mi liberación definitiva se realizara, era necesario que esta autobiografía tomase una cierta forma, capaz de exaltarme y de ser escuchada por los demás tanto como fuera posible. Contaba para ello con un cuidado riguroso aportado a la escritura, sobre le brillo trágico del que estaría iluminado el conjunto de mi relato por los mismos símbolos que ponía en acción: figuras bíblicas y de la antiguedad clásica, héroes de teatro o bien el Torero; mitos psicológicos que se imponían a mí en razón de su valor revelador y que constituían, en cuanto al aspecto literario de la operación, al mismo tiempo que temas directivos, las trampas a través de las cuales se inmiscuye una grandeza aparente ahí donde yo saía muy bien que esta no existía.
Hacer el mejor retrato, el más parecido al personaje que era (como algunos pintan con brillo paisajes ingratos y utensilios cotidianos), no dejar una sombra de arte intervenir sino para lo que concierne el estilo y la composición: he ahí lo que me proponía, como si hubiese descontado que mi talento de pintor y la lucidez ejemplar de la que sabría dar prueba compensarían mi mediocridad en tanto que modelo y como si, sobretodo, un crecimiento de orden moral debiera resultar de lo que había de escarpado en una empresa como esa puesto- a falta de eliminar algunas de mis debilidades- no me mostraría menos capaz de esa mirada sin complacencia dirigida sobre mí mismo.
Lo que no sabía era que la base de toda introspección tiene el gusto de contemplarse y que en el fondo de toda confesión yace el deseo de ser absuelto. Mirarme sin contemplaciones, era de todas formas, mirarme, mantener mis ojos fijos sobre mí en lugar de llevarlos más allá para trascenderme hacia algo más humano. Sacarme la máscara ante los otros, pero hacerlo en un escrito del que deseaba que estuviera bien escrito y construido, rico en percepciones y conmovedor, era, tentar de seducirlos para que sean indulgentes, limitar, de todas formas, el escándalo dándole una estética. Creo entonces que si hubo compromiso y cuerno de toro, no ha sido sin un poco de duplicidad y que me aventuré: cediendo de una parte, y una vez más, a mi tendencia narcisista, tratando, por otro lado, de encontrar en el otro menos un juez que un cómplice. De igual manera, el matador que parece arriesgarse a el todo por el todo, cuida su línea y confía, para triunfar sobre el peligro en su sagacidad técnica.
De todas formas existe para el torero una amenaza real de muerte, lo que no existirá jamás para el artista, sino de forma exterior a su arte (así, durante la ocupación alemanam, la literatura clandestina, que es cierto, implicaba un peligro pero en la medida en que se integraba a una lucha mucho más general y, en todo casi independiente de la escritura misma). ¿Estoy, entonces, en condiciones de mantener la comparación y a mirar como válido mi intento de introducir “no sea más que una sombra de cuerno de toro en una obra literaria. El hecho de escribir puede significar acaso un peligro que sin ser mortal, al menos, sí, positivo?
Hacer un libro que sea un acto, ese es, a grosso modo, la finalidad que me empujó a seguir cuando escribí La edad del hombre. Acto con respecto a mí mismo, ya que esperaba que al redactarlo, elucidaría, grcias a esta formulación en sí misma, algunas cosas obscuras sobre las cuales el psicoanálisis, sin hacerlas del todo claras, había llamado mi atención cuando las había experimentado como paciente. Acto con respecto al otro, puesto que era evidente que más allá de mis precauciones oratorias la manera como sería mirada por los demás no sería más la que era antes de la publicación de esta confesión. Acto, en fin, en el plano literario, que consistía en mostrar bajo las cartas, en hacer ver en su desnudez poco excitante las realidades que formaban la trama más o menos disfrazada, sobre exteriores pretendidos brillantes, de mis demás escritos. Se trataba menos de lo que es conveniente llamar “literatura comprometida”que de una literatura en la cual trataba de involucrarme por completo. Tanto afuera como adentro: esperando que me modificara, ayudándome a tomar consciencia y que introdujece igualmente un elemento nuevo en mis relaciones con los demás, empezando con mi relación con los más próximos, que no podía ser la misma cuando hubiese hecho lo que se sospechaba de antemano confusamente. No había la necesidad de una brutalidad cínica. Ganas, sobre todo, de confesar todo para partir sobre nuevas bases, manteniendo, con aquellas a las cuales otorgaba valor de afecto o estima, relaciones sin trampa ni mentira.
Desde el punto de vista estrictamente estético, se trataba para mí de condensar, al estado casi bruto, un conjunto de hechos y de imágenes que me negaba a explorar dejando trabajar sobre mi imaginación; en suma: la negación de una novela. Rechazar toda fabulación y no admitir como material más que hechos verídicos (no solamente hechos verosímiles, como en la novela clásica), nada más que estos hechos, era la regla que me había impuesto. Desde ya una vía había sido abierta en el sentido de Nadja, de André Breton, pero soñaba sobre todo con descubrir por mi cuenta-mientras pudiese- el proyecto suscitado en Baudelaire por un fragmento de Marginalia de Edgar Poe: desnudar su corazón, escribir un libro sobre sí mismo en el que nos sintamos presionados a tal punto por las ganas de honestidad que, bajo las frases del autor, “el papel se encendería, arrugándose a cada contacto con la pluma de fuego”.
Por diversas razones-divergencias de ideas, mezcladas a las preguntas de personas -que sería muy largo de exponer aquí-había roto con el surrealismo. Sin embargo era obvio que estaba impregnado. Receptividad en función de lo que aparece como si nos fuese dado sin que lo hayamos buscado (bajo forma de dictado interior o del encuentro con el azar), valor poético atribuido a los sueños (considerados al mismo tiempo como ricos en revelaciones), una cierta credibilidad acordada a la psicología freudiana (que pone en juego un material seductor en imágenes y, por otro lado, ofrece a cada uno una forma cómoda de elevarse hasta un plano trágico tomándose por un nuevo Edipo), repugnancia hacia todo lo que es transposición o acomodamiento, es decir, compromiso falacioso entre los hechos reales y los productos puros de la imaginación, necesidad de poner los pies en el plato (en cuanto al amor, que la hipocresía burguesa trata muy fácilmente como materia de vaudeville cuando no se le reliega al plano de sector maldito): esas son algunas de las grandes líneas de fuerza que continúaban atravésandome, cubiertas de muchas escorias y no sin contradicciones, cuando tuve la idea de este libro donde se encuentran reunidos recuerdos de infancia, relatos de acontecimientos reales, sueños e impresiones sentidas afectivamente, en una especie de collage surrealista o más bien, de foto-montaje puesto que ningún elemento que no sea de una veracidad rigurosa o de un valor de docuemento, no ha sido utilizado. Esta toma de partido por el realismo -no fingido como en la mayoría de novelas, sino positivo (puesto que se trataba de cosas vividas y presentes sin la más mínima trasnformación), me era impuesto no solo por la naturaleza de lo que me proponía (hacer el balance en mí mismo y mostrarme públicamente) sino porque respondía también a una exigencia estética: no hablar más de lo que conocía por experiencia y que me tocaba de muy cerca, para asegurar a mis frases una densidad particular, una plenitud conmovedora. En otras palabras: la cualidad propia a lo que se dice auténtico. Ser veraz para tener la oportunidad de alcanzar esa resonancia tan difícil de definir y que la palabra “auténtico” (aplicable a cosas diversas y, sobre todo, a las creaciones puramente poéticas) está lejos de tener explicación: he ahí a lo que me esperaba; mi concepción en cuanto al arte de escribir converge aquí con la idea moral que tenía en cuanto a mi compromiso con la escritura.
Volviéndome hacia el torero, observo que para él también hay una regla que no puede transgredir y que es auténtica, ya que la tragedia que vive es una tragedia real en la cual versa la sangre y arriesga su propia piel. La cuestión es saber si, en tales condiciones, la relación que establezco entre su autenticidad y la mía no reposa sobre un simple juego de palabras.
Está claro que escribir y publicar una autobiografía no conlleva para aquel que se hace responsable (a menos que haya cometido un delito cuya confesión le haría merecer la pena capital) ningún peligro de muerte, salvo circunstancia excepcional. Sin duda, corre el riesgo de padecer en esas relaciones con sus próximos y de ser desconsiderado socialmente si las confesiones que hace van demasiado al encuentro de ideas preconcebidas, pero puede , incluso si no se trata un cínico puro, que tales sanciones tengan para él tan poco peso (incluso satisfacerlo si mira como sana la atmósfera creada alrededor suyo) que conducirá en consecuencia su apuesta en un juego totalemente ficticio. Como quiera que sea, un tal riesgo moral no puede compararse con el riesgo material que afronta el torero; admitiendo incluso que exista una medida común entre los dos en el plano de la cantidad (si el afecto de los demás como su opinión cuentan tanto o más que mi propia vida, aunque en un terreno semejante es fácil ilusionarse), el peligro al cual me expongo publicando mi confesión difiere radicalmente, en le plano de la calidad, de aquel en que una puesta en acción constante, del cual está hecho su oficio, asume el matador de toros. Igualmente lo que podría haber de agresivo en el designio de proclamar sobre sí mismo la verdad (debiendo sufrir aquellos que amamos) es muy diferente de una matanza cualquiera que sean los estragos que provoquemos. ¿Debo entonces considerar como abusiva la analogía que me había parecido dibujarse entre las dos maneras espectaculares de actuar y de arriesga?
Hace unos instantes hablé de la regla fundamental (decir la verdad y nada más que la verdad) a la cual está obligado el que hace una confesión y también hice alusión a la etiqueta precisa a la que se debe ceñir, en su lucha, el torero. Para este último, él muestra la regla, lejos de ser una protección, contribuye a ponerla en peligro: realizar la estocada en las condiciones requeridas necesita, por ejemplo, que él exponga su cuerpo, durante un tiempo estimable, al alcance de los cuernos; hay, entonces ahí una relación inmediata, entre la obediencia a la regla y el riesgo asumido. Sin embargo, manteniendo las proporciones, ¿no es un peligro directamente proporcional al rigor de la regla elegida la exposición del escritor que hace su confesión? Porque decir la verdad, nada más que la verdad, no es todo: falta abordarla realmente y decirla sin artificios como grandes vientos que se imponen, trémulos o sollozos en la voz, así como sin florituras, dorados que no tendrían otro resultado que un disfraz, aunque sea atenuando su crudeza, haciendo más sensible lo que podría tener de chocante. Este hecho de que el peligro que se corre depende de una observación más o menos minuciosa de la regla. representa entonces lo que puedo retener, sin demasiado pretención, de la comparación que me gustó establecer entre mi actividad como ejecutante de confesiones y aquella de torero.
Si me parecía, de primer acceso, que escribir el relato de mi vida vista bajo el ángulo del erotismo (ángulo privilegiado, puesto que la sexualidad me parecía entonces la piedra angular en la construcción de la personalidad), si me parecía que una confesión como esa que conlleva lo que el cristianismo llama “obras de a carne”, era suficiente para hacer de mí, por el acto que representa, una forma de torero, todavía aún tendría que examinar si la regla que me había impuesto -regla de la que me había contentado en afirmar que su rigor me ponía en peligro-es bien asimilable, relación con el peligro aparte, con aquella que rige los movimientos del torero.
De una manera general podríamos decir que la regla en tauromaquia persigue una finalidad esencial: además de obligar al hombre a ponerse en peligro serio (al mismo tiempo que lo arma de una técnica indispensable), a no deshacerse de cualquier forma de su adversario. Ella impide que la lucha sea una simple carnicería; tan exacta como un ritual, representa un aspecto táctico (poner al animal en condiciones de recibir el golpe de la estocada, sin haberlo cansado, más de lo necesario) pero también, un aspecto estético: en la medida en que el hombre “se perfilará” como debe cuando se incline con su espada que en su actitud habrá arrogancia; es igualmente en la medida en que sus pies se mantendrán inmóviles en el transcurso de una serie de pases bien calculados y acompasados, la capa moviéndose con lentitud, que formará con el animal esa composición prestigiosa en la cual el hombre, cuerpo y masa pesada cornuda, parecen unidos por todo un juego de influencias recíprocas; en una palabra, todo concurre a envolver el enfrentamiento del toro y el torero de un carácter escultural.
Imaginando mi trabajo a manera de un foto-montaje y eligiendo para expresarme el tono lo más objetivo posible, tratando de recoger mi vida en un solo bloque sólido (objeto que podría tocar como para asegurarme contra la muerte, mentras que paradójicamente pretendía arriesgarlo todo), si abría bien la puerta a los sueños (elemento sicológicamente justificado pero impregnado de romanticismo, lo mismo que el juego de capa del torero, útiles técnicamente, tienen vuelos líricos), me imponía en suma, una regla tan severa como si hubiese querido hacer una obra clásica. Y es al final de cuentas esta severidad, este clasicismo, que no excluye desmesura tal y como existe en nuestras tragedias más codificadas y reposando no solamente en consideraciones relativas no solo a la forma sino al la idea de llegar así a obtener un máximo de veracidad-que me parecía haber conferido a mi empresa (hasta donde hubiese podido)- algo análogo a lo que significa para mí el valor ejemplar de la corrida y que no hubiese podido darle por sí sola el valor imaginario del cuerno del toro.
Usar materiales que no dominaba y que tendría que tomar tal como los hallaba (ya que mi vida era lo que era, imposible de cambiar una coma al pasado, primera certeza que representaba para mí un lote imposible de rechazar como para el torero el animal que sale del toril), decir todo y hacerlo en ausencia de todo énfasis, sin dejar nada al placer y como obedeciendo a una necesidad, ese era el azar que aceptaba y la ley que me imponía, etiqueta con la cual no podía transigir. Que del deseo de exponerme (en todo el sentido del término) haya constituido el soporte primero, se deducía que esta condición necesaria no era una condición suficiente y que necesitaba además que, de esa finalidad original, se dedujese, con la fuerza casi automática de una obligación, la forma que debía adoptar. Esas imágenes que juntaba, ese tono que tomaba, al mismo tiempo que profundizaban y avivaban el conocimiento que tenía de mi persona, debía ser lo que daría, salvo fracaso, una emoción capaz de compartirse mejor. De la misma manera el ordenamiento de la corrida (marco rígido impuesto a una acción donde, teatralmente el azar debe aparecer dominado) es técnica de combate y, al mismo tiempo, ceremonia. Esta regla de juego que me había impuesto-dictada por la voluntad de ver en mí con las más profunda acuidad- jugaba simultáneamente de forma eficaz como cánon de composición. Identidad, si deseamos, de la forma y del fondo, pero más exactamente, desarrollo único que me revela el fondo a la medida en que le doy forma, forma capaz de ser fascinante para los demás (empujando las cosas al extremo) de hacerle descubrir en sí mismo algo de homófono en este fondo que me era revelado.
Esto, evidentemente, lo formulo muy a posteriori para tratar de definir mejor la acción que libraba y sin que me pertenezca decidir si esta regla de tauromaquia, a la vez guiada por la acción y grantía contra las facilidades posibles, se muestra capaz de una verdaderal eficacia como estilo, incluso (en cuanto a ciertos detalles) si era aquello en lo cual pretendía ver una necesidad de método no respondía más bien a un prejuicio concerniente a la composición,
Teniendo en cuenta que distingo en literatura una especie de género mayor (que comprende las obras donde el cuerno está presente, bajo una forma u otra: riesgo directo asumido por el autor sea de una confesión o de un escrito de contenido subversivo, forma cuya condición humana es mirada de frente o “tomada por los cuernos”, concepción de la vida que comprende el frente a frente con otras personas, actitud delante de las cosas como el humor o la locura, toma de partido por ser la caja de resonancia de grandes temas de la tragedia humana) puedo indicar en todo caso -¿sin duda no es empujar una puerta entreabierta?- que es en la medida exacta en que podemos descubrir otra regla de composición distinta de aquella que sirvió de hilo de Ariana a su autor a lo largo de la explicación abrupta que realizaba -por aproximaciones sucesivas o quemando etapas- consigo mismo que una obra se este tipo puede ser considerada literariamente auténtica. Eso por definición, en el instante en que admitimos que la actividad literaria, en lo que contiene de específico en tanto que disciplina del espíritu, no puede tener otra justificación que dar a luz ciertas cosas para sí mismo al mismo tiempo que hacermos comunicables a los demás y que como una de las finalidades más altas que pudieran ser asignadas a su forma pura en la poesía, yo entiendo: restituir por medio de las palabras ciertos estados intensos, sentidos concretamente y convertidos en insignificantes. Al ser puesto así, en palabras.
Estoy bien lejos aquí, de los acontecimientos actuales y consternantes como la destrucción de una gran parte de Havre, tan distinto del que conocí y amputado en lugares a los cuales, subjetivamente, me unían recuerdos: El Hotel de la Amirauté, por ejemplo, y las calles calurosas con construcciones ahora destruidas, como aquellas en cuyo flanco leemos todavía: La luna, The moon, acompañada de una imagen representando un rostro risueño en forma de disco lunar. Esta también la playa, cubierta de una extraña florecimiento de chatarra y cubierta de piedras laboriosamente juntadas, frente al mar donde un barco, el otro día, cayó sobre una mina, añadiendo sus restos a los demás escombros. Estoy muy lejos, por supuesto, de ese cuerno auténtico de la guerra en la que no veo sino, en casas abatidas, más que efectos siniestros. ¿Más involucrado materialmente, más activo, y por ese hecho, más amenazado, a lo mejor asumiría la cuestión literaria con más ligereza? Podríamos presumir que podría trabajar de forma menos maniaca por el hecho de hacer un acto, un drama en que tiendo a asumir, positivamente, un riesgo, como si ese riesgo fuese la condición necesaria para que me realice íntegramente. Quedaba, de todas formas, este compromiso esencial que estamos en medida de exigir al escritor, aquel que emana de la naturaleza misma de su arte: no abusar del lenguaje y actuar en consecuencia y de forma tal que la palabra, de alguna manera que se asuma para transcribirla en el papel, sea siempre verdadera. Quedaría que le es necesario aportar piezas de convicción al proceso de nuestro actual sistema de valores y pesar, con todo el peso con el que a menudo estamos oprimidos, por el sentido moral de la liberación de todos los hombres, a falta de lo que, ninguno podrá llegar a tener libertad individual.
Le Havre, diciembre 1945, Paris, enero 1946.
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