Es cierto, he estado ausente, porque he andado, ando, muy distraída, observando, conociendo...
ayer fue la lectura por la noche. Sala llena y pasamos muy bien la prueba de fuego: saber si podemos comunicar con el auditorio, con las personas que nos escuchan... Yo creo que sí hubo comunicación y el ambiente fue cálido, entre mi amiga Mariela Dreyfus, yo, y Javier Molea, de la librería Mc Nallys, pudimos hacer una presentación a la altura de los demás. Me encantó ver a estudiantes de la NYU asistir para escuchar la lectura, que sí, fue corta, porque pensé que cansaría a los asistentes, pero creo que se quedaron con ganas de oír un poco más. Luego fuimos a cenar en grupo a un restaurante brasilero del Soho, casi en Little Italy: las calles reventaban de gente, luego, gracias a Fernando y la insistencia de Mariela, vimos la ópera, local increible, la verdad, me gustó mucho. Hoy me espera el Moma, donde hay una exposición de Ensor, a quien he seguido desde hace tiempo, y caminata, y tal vez un festival de literatura, por lo que no tendré mucho tiempo. Hay dos cosas que me sorprenden agradablemente: la amabilidad de las personas que viven en NY, son fáciles, cálidos. Y eso es muy seductor...
Ah, cuando dije que NY me recordaba a Londres es por el ladrillo de los edificios y algunas iglesias. Otra cosa que me llama la atención visualmente son los reservorios de agua que parecen unos insectos reposando sobre los techos de los edificios, además de las escaleras exteriores que son como un tejido de fierro visible. Por supuesto, los rascacielos son imponentes, pero no me han causado la sensación momumental que pensaba, y creo que es porque veo, leo, su lado humano.
Aquí va la presentación de Mariela Dreyfus, amiga y profesora de la NYU:
Empiezo con una confidencia: mientras leía El último cuerpo de Úrsula, la tercera novela de la escritora peruana Patricia De Souza, reeditada este año por la editorial peruana Sic, tenía yo misma, como la protagonista, un problema de movilidad: esforzándome exageradamente en el gimnasio me había lastimado la parte inferior de la espalda –con su consecuente crujir de huesos- y en mi fuero interno, temerosa como soy y pesimista, avanzaba lenta, temiendo, como ella, sufrir en cualquier momento una parálisis. Por eso, mi inmersión en la lectura fue total: no solamente hubo una empatía intelectual sino hasta física; pues la postura espástica a partir de la cual Úrsula nos relata su aventura –“Tengo el cuerpo rígido cuando me despierto, las manos de trapo, el cuello de trapo”, dice en la página 18- era, en mi caso, la misma.
Con esta anécdota quiero de paso señalar en primer lugar que El último cuerpo de Úrsula es un libro que no sólo remece el intelecto sino también el cuerpo, los sentidos. En esa prosa densa, alucinada, el deseo se hace constantemente olfato, tacto, oído, conforme seguimos los excitados movimientos de la protagonista en una temporalidad vertiginosa. Es imposible leer esta novela sin convertirse en una lectora cómplice, sin asumir su sinestesia y su kinestesia, la trayectoria de su pensamiento; sus movimientos. Con esa misma complicidad quiero presentar ahora la novela, asombrada y agradecida por la desbordante imaginación de la autora, por su capacidad inquisitiva y su agudeza en la mirada, vertidas en un lenguaje de largas frases envolventes; rico, expresivo, sensual (cita p. 65).
La estructura de El último cuerpo de Úrsula también me resulta fascinante. A través de un solo, afiebrado monólogo, la narradora reitera ciertos motivos centrales –el vacío afectivo; el culto a la pasión; el desarraigo-, y al mismo tiempo se difumina y expande, incorpora al relato las múltiples facetas de su experiencia interior (y anterior) sin jerarquizar tiempos ni espacios, guiada por la misma libertad con que se mueven y transforman las figuras en un caleidoscopio. En más de un pasaje de la novela, la protagonista, Úrsula Res, nos cuenta cómo de niña fabricó sendos caleidoscopios con su hermana menor: usando feos rollos de papel higiénico, fijando vinifán transparente en los extremos, en el centro coloridas cuentas de plástico, lograban crear ese efecto polifacético que las fascinaba y las ayudaba a huir –temporalmente- de la pobreza en que las había dejado la súbita partida del padre.
Este efecto caleidoscópico se equilibra magistralmente con la postura rígida de Úrsula, de modo que el ritmo del relato oscila entre la fijeza y el vértigo. Todo parte en rigor del mismo lugar, el cuerpo espástico de la protagonista, pero esa aparente inmovilidad le permite mirarse por dentro y combinar los más diversos episodios de su experiencia, de modo que cualquier escena, cualquier recuerdo, tiene la misma valencia en ese viaje donde la experiencia parte del cuerpo y a él vuelve:
- ¿Qué edad tienes?
- Treinta años.
- ¿Qué esperas de la vida?
- Placer, placer y más placer.
- ¿Sabes amar?
- No lo sé, nunca supe si sé o si sé que no sabré…
- Pero odias…
- Sí, sé cómo odiar…
- ¿Quién eres?
- Un cuerpo…
- ¿Sientes?
- Dolor… en las extremidades…
- Eres una mujer…
- Soy un cuerpo…
- No hables.
- No puedo, tengo que hacerlo.
- No deberías.
- No sé hacer silencio.
- Lo desconoces.
- No sé qué es la muerte… (p. 44-45)
Ternura, odio, deseo, abandono, compasión: cualquier sentimiento, cualquier pensamiento, encarna en lo corpóreo, se tiñe de sus olores, de sus fluidos, en este modo de asumir la vida que siendo fisiológico deviene, al mismo tiempo, en filosófico y, más estrictamente, en político. De ahí las extensas disquisiciones de Úrsula, periodista de oficio, acerca de esa inmovilidad que la impele a mirarse por dentro, para auscultar tanto el temprano despertar sexual como la disfuncionalidad escolar como las sucesivas experiencias amatorias que, más allá de su desenlace, son asumidas como un aprendizaje del propio cuerpo en el espejo de Otro. Por eso, la mirada de Úrsula se introyecta pero también se dispara sobre los demás; en primer lugar los amantes, pero también los habitantes de esa Lima violenta, racista, enajenada, donde le ha tocado vivir. En ese sentido, Úrsula también opta por el desborde y así, los desplazados, los descastados –vendedores ambulantes, pescadores del puerto, traficantes de artesanía incluso-, se convierten en sus personajes dilectos de la ciudad. También en ellos, ubicados al margen de la norma, expulsados de la economía formal, encuentra Úrsula la seducción de la vida que bulle.
Lo que apasiona a Úrsula, en Úrsula, es su permanente osadía, su hambre continua de experimentar, en cada poro del cuerpo, la existencia. Esa experimentación no tiene límites y en el juego acepta los bajos sentimientos -la humillación, la violencia, la culpa-, la transgresión, el desacato a la ley, incluso, a cambio de cualquier breve, placentera sensación. Por eso conforme su cuerpo deja de pertenecerle, más ávida se vuelve Úrsula por su dominio, aunque para lograrlo tenga que recurrir a una forma extrema de la transgresión: la automutilación. He ahí otro mérito de la novela: ese final tan sorpresivo como climático, que con demora nos revela el crimen de Úrsula: haber hecho de Oscar su cómplice en un juego de la seducción donde el grado máximo del placer converge con el grado máximo del dolor:
¡Oh, sí, este cuerpo, incluso mutilado, es todo lo que poseo! Este
cuerpo de piernas torneadas (Zimmer decía que tengo unas
piernas estupendas y que provocaba acariciarlas) y talle
delgado, este cuello, estas manos nerviosas, estos cabellos
largos y degreñados que nunca he logrado dominar, estos ojos
pardos que me recuerdan mi origen, estos pómulos altos y
aindiados, esta boca grande y estos dientes blancos… (¿tendría
que volver a decir y este cuerpo mutilado?); este cuerpo que ha
soñado con las caricias de todos los hombres que ha deseado,
este cuerpo donde se han inscrito cada uno de esos recuerdos
como largas líneas en mi piel, este cuerpo-escritura, es lo único
que me pertenece (p.p. 113-114).
La narrativa de Patricia de Souza inevitablemente me remite al pensador francés Georges Bataille, como podría remitirme también a los más grandes outsiders de la literatura francesa, en quienes el trabajo artístico y la vida se conjugan, dicho sea de paso, de manera magistral: François Villon, Jean-Arthur Rimbaud, Jean Génet. Todos ellos constituyen lo que Bataille llamaría soberanos, esto es, individuos que han decidido vivir de acuerdo a su deseo, con él y en él, aunque para cumplirlo tengan que transgredir, quebrar el interdicto, traspasar el tabú. Según Bataille, los dos grandes interdictos que el hombre soberano debe vencer se sustentan en dos de los mandamientos bíblicos: “No cometerás adulterio” y “No matarás”. En ambos asos se busca eliminar nuestros movimientos de violencia, sobre todo los que responden al impulso sexual y al impulso de muerte. La imagen final de Úrsula, tras barrotes, sentada en un banquillo y escribiendo en unos folios que apoya en las rodillas, ilustran el precio que ha tenido que pagar ella por su libertad. Encerrada en la cárcel, rodeada por mujeres que suelen llamarla “la libertina”, Úrsula constituye una imagen tan potente como aquella que nos pinta al Marqués de Sade, apresado en una torre, escribiendo fervorosamente Justine, Los ciento veinte días de Sodoma, La filosofía del tocador.
La crítica suele enfatizar la insularidad de De Souza en el contexto narrativo peruano; se trata de una narradora en tierra de mujeres poetas, dicen, que además por su escritura, no podría enmarcar de ningún modo en el binomio narradores criollos versus narradores andinos. Una primera mirada revela, en efecto, que sus espacios cerrados, su modo de contar despacioso, concentrado más en la interioridad del personaje que en su accionar, la acerca más naturalmente a los universos narrativos del Modernism anglosajón –Djuna Barnes, Virginia Woolf, Anaïs Nin, por ejemplo, y que también la emparenta con los relatos autoficcionales de Marguerite Duras, con esas heroínas de novelas como La enfermedad del amor o El amante de la China del Norte, cuyo eje y motivación es justamente el aprendizaje de la pasión.
De todos modos, yo quiero proponer que el linaje peruano de De Souza, por así llamarlo, efectivamente existe pero más bien entronca con aquellos poetas del más exaltado lirismo, a quienes la crítica dio en llamar poetas puros, tal vez para enfatizar en ellos ese aparente desdén por la realidad que favorece el buceo interior, un viaje cuerpo adentro donde el principal protagonista termina siendo, comme il faût, el lenguaje. Al decir esto pienso en algunos escritos que son en verdad cuerpos-escritura, tales como La tortuga ecuestre, de César Moro, o los poemarios Reinos, Habitación en Roma y Noche oscura del cuerpo, así como la novela El cuerpo de Giulia-no, de Jorge Eduardo Eielson. De Souza dialoga sobre todo con este último autor y su reconocimiento se hace explícito en la novela, con alusiones al poeta y la cita de unos versos que para Úrsula condensan la más raigal soledad, la desnudez, en suma, de la experiencia humana:
La violencia de las palabras, esa violencia, creo que es lo que he
temido siempre; ha sido la fuerza devoradora de una frase lo
que me ha hecho comprender mi miseria, mi soledad; y me he
sentido miserable de miseria, en toda su plenitud, y aquí me
gustaría citar un poema de un poeta peruano que admiro
mucho y que tiene un apellido muy raro para ser peruano:
Eielson. El poema dice: Un animal acorralado y sin caricias /
en un círculo de huesos. Y latidos (69).
En esta nómina de pares literarios, es imprescindible mencionar también a las contemporáneas de De Souza, es decir, a las poetas peruanas del ’80, como se las conoce, entre las que debo incluirme y nombrar además a Rossella Di Paolo, Carmen Ollé, Patricia Alba, Rocío Silva-Santisteban, Magdalena Chocano, todas ellas –casi todas- amigas personales de Patricia, todas ellas provistas, también, de una imaginación impregnada de deseo, enquistada en el cuerpo, ávida de nombrar y realizar -en cada poema- la pasión. Hace veinte años, todas empezamos, más o menos juntas, compartiendo las mismas películas y autores de culto, conversando incansablemente, lateando por la ciudad de Lima. Compartimos también –sobre todo- ese ejercicio de la escritura que, andando el tiempo, ha dado frutos en importantes poemarios -O un cuchillo esperándome, Mariposa negra, Estratagema en claroscuro, Piel alzada-, o, en el caso de De Souza, en una sólida nómina de libros, o mejor dicho, de escrituras-cuerpo tales como Cuando llegue la noche, Electra en la ciudad, Stabat Mater, Ellos dos, Erótika y, por supuesto, El último cuerpo de Úrsula.
Conociendo de cerca de Patricia, podría decir que su obra está fuertemente ligada a su experiencia vital, que sus novelas son, en rigor, autobiográficas. Pero sé que ella no demoraría en salir a desdecirme, con toda razón, para convencerme de que se trata más bien de autoficción, es decir, de ese gesto de la invención en que las experiencias más entrañables e íntimas se filtran y transfiguran en palabra, construyen un universo tan limpia, genuinamente labrado, con tanta precisión y tanta fuerza que a nosotros, lectores, no nos queda más remedio que habitar en él. Dicho lo anterior, los invito a ingresar al personalísimo, inquietante universo narrativo de Patricia De Suoza.
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