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jeudi, juin 26, 2008

la alienación

El otro día, que iba a la Casa de Francia a recoger libros, vi que alguien estaba tirado en el suelo, intenté averiguar qué pasaba pero nadie me dijo nada y tuve miedo, miedo de no saber qué hacer. Luego, cuando me marché reconocí a un joven que lloraba, y temblaba. Era sin duda un alienado. Pregunté y me dijeron que habían avisado a la policía. No hice nada, y su imagen, esa imagen de tristeza absoluta, no me ha abandonado estos días. Ese tipo de visiones nos obligan a escribir, a actuar desde la palabra, a decirnos por qué no hemos sido capaces de actuar. A mirarnos de frente. Este es un texto que escribí a pedido para un libro colectivo que debe salir en el FCE, en México. Trata sobre la alienación y lo cuelgo ahora porque quisiera saldar mie deuda con ese cuerpo frágil, abandonado sobre la acera que quise abrazar y no me atreví.

Blanco


Llamar blanco a lo que es blanco puede destruir a la humanidad.

Clarice Lispector




Todo empieza por la destrucción del lenguaje, cuando ya no se puede escribir ningún texto, cuando alguien abandona, y queda la ausencia, la desaparición de esa persona, de ese cuerpo. Completamente desposeído. No se puede decir Yo quiero, porque es letra muerta, no hay a quién mandar esa carta. Es una carta dirigida a nadie, que vagará sola, sin encontrar su destino.
Entonces el cuerpo, el de la mujer, o el del hombre, es una máquina, una industria, sin alma, sin estado de alma. Ya no es capaz de decir nada, convertido en algo que no sabemos nombrar. La locura no tiene objeto ni sujeto, es un espacio en blanco donde nada se inscribe, nada se graba.
El deseo ha abandonado su objeto. O lo ha hecho invisible. Nadie, en estado de alienado, desea.
La locura de Fedra, la locura de Camille Claudel, es la ausencia de deseo, que ha sido devuelto a su dueña y le llega sin contenido. Yo pienso en El úttimo cuerpo de Úrsula, en por qué ese cuerpo se paraliza, no desea existir. Porque a fuerza de imponerle una plusvalía, a fuerza de negarle la existencia a través de su deseo, decide desaparecer.

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Sí, se puede llegar a sentir angustia del propio cuerpo, de su espacio, de su vulnerabilidad. Si confiamos tanto en él es que nos movemos casi por un milagro, por el afecto de los otros, por todo lo que eso nos afecta y nos da.


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La primera visión que tengo de la locura proviene de la niñez. Es un loco en una calle de Lima, tratando de cruzar una avenida, semidesnudo y sucio. Luego las ganas de cubrirlo, y el temor que me produce ver su sexo en erección, la impresión de esa parte de su cuerpo en mi visión, la confusión y el miedo y la voluptuosidad que esto produce. Las preguntas que vienen espontáneamente en la cocina, dirigidas a mi madre que descuartizaba un ave manchándose las manos. Primera intuición sobre la voluptuosidad del miedo, pero no se lo digo a nadie. Más tarde, lo escribiré.

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Mi padre nos había traído Alicia en el País de las Maravillas, de Lewis Carrol. Es un libro para niños nos dice nuestro padre y nos obsequia un ejemplar para que hagamos una lectura. Y sin embargo, ese libro me producía pavor, las órdenes de la reina para decapitar a sus solados cuando desobedecen, Alicia atravesando la realidad, el encuentro con el gato, me parecen violentísimos. No puede ser verdad tanta violencia, no cuando yo sentía que la violencia podía rasgar algo en el interior. Necesitaba soñar. Escribir mi texto. Sin esa violencia.

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Pero no, no puedo, es demasiado tarde. Necesito hablar de esas cosas que nadie habla ni nombra, necesito dar voz a esas voces silenciadas, necesito tratar de comprender qué pasa cuando nos ponemos en su lugar. Empiezo con la tercera persona, pero me doy cuenta de que solo puedo acercarme a mí para saber quiénes son los otros. La locura solo puedo comprenderla desde la imaginación. Mientras mi lenguaje esté cargado de afecto, yo creo poseer todos los significados. Significo en una frase, en un movimiento. Esa es mi sintaxis.

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En Francia descubro la desterritorialización, la necesidad de enraizarse en el lenguaje para no desaparecer. La necesidad de dar contenidos, de producir significantes. Soy consciente de eso y creo que me siento segura, a lo mejor soy soberbia, sí. Creo que poseo un mundo propio y eso me da cierta seguridad.
He leído la vida de Virginia Woolf, de la Claudel, feroces, las dos. Conozco la suerte de Artaud, de los niños de la fortaleza vacía de Bethelheim, de los campos de concentración. Una noche lo leo en la mirada blanca de Dola, la abuela de Eric, cuando ella habla de su hijo desaparecido en un campo de concentración: no lo puede nombrar.

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También encuentro esa frase de Hanah Arendt cuando trata de comprender la barbarie: Pero, ¡el lenguaje no puede haberse vuelto loco!

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Sé que la lógica es una forma de locura, la sintaxis cerrada, la frase blanca, la locura. Como el Mersault de El extranjero, esa ausencia que no le permite relacionarse con lo que vive, ni siquiera con la muerte de su madre. O ese innombrable de Beckett lo sé.

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No puede haber continuun en la locura, no hay más que experiencias sin raíz como si las hubiesen arrancado. Y esas camas abandonadas, las del manicomio aquí, en México, nos revelan que esos cuerpos han estado allí para desaparecer de la vida de los demás, han sido recluidos en vida, borrados de la historia. Esa desposesión total, esa ausencia que nos grita: ustedes también son vulnerables.

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Sé que todos somos capaces de perder la cordura, de quedarnos sin esos contenidos que tanto cuidamos, encerrados en las reglas de la lógica. Lo sé, pienso en una imagen , es como la fortaleza vacía, las palabras ya no significan.

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Cuando leo a Robert Amtelme, sé que el sufrimiento puede terminar con un sujeto, convertirlo en una “máquina insignificante”, quitarle su valor humano. Y entiendo la idea del Eterno retorno de Nietszche, que el sufrimiento se repita ad infinitum es la locura.

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Pienso que producir mis propios significados, escribir, me protegerá de alguna forma de la desaparición como sujeto, como mujer.
Lo siento mientras camino por un puente de París y veo la belleza de esa ciudad y sé que lo único que puedo hacer es inscribirla.
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Comprendo inmediatamente que existe una idea de don. No tengo nada que esperar, eso, sería la locura. Tengo simplemente que desprenderme. Quienes cantan en la oscuridad, avanzan.

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En una persona que no vive sino en el presente, que no conecta el pasado con los otros tiempos gramaticales de su lenguaje, yo leo alienación. Es una locura ignorarnos hasta el punto de no saber nada de nuestra vida interior, no poseer vida interior. Leí esta frase de Deleuze: La vida espiritual es el movimiento de la mente. Horror si yo no puedo pensar o imaginar, horror si una actividad me paraliza la imaginación. Y por eso renuncié a la mayoría de los roles impuestos por el exterior. Si yo no puedo pensar, no existo como ser humano, es mi única dignidad como mujer. Y un, día, en una clínica de París, dije adiós a un niño que nunca conocí. Eric terminaría por dejarme, una llamada de teléfono bastó: No regreso a Lima, me quedo en París.


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La locura es la transgresión de ciertas reglas no admitidas socialmente. Así, una mujer no patea, no muerde los brazos de los hombres, no se muestra obscena en público, no dice injurias, no rompe botellas de alcohol y no se embriaga. Todo eso, no lo hace una mujer sino se la castiga como a una histérica. Vigilar y castigar. En cada una de nosotras existe una inquisidora. La misma que castiga a la mujer de la foto, la Castañeda, la misma. Incluso el lenguaje puede ser policial, nuestro lenguaje lleno de censuras y de vacíos de sentido para nunca decir lo que se piensa. Traicionarse, siempre tracionarse.
Y perderse.
La locura.

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Escribir casi como una paranoica para no perderse, contínuamente, dormir, leer, escribir, dormir, comer, dormir y escribir, no sé si en ese orden, tal vez dejarse invandir por la sensación de estar echada cobre el mar de Lima, el sol de frente pega sobre el rostro, para luego levantarse, siempre levantarse, dejando la cama vacía.

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Decir: yo te quiero, es una afirmación contra el peligro del tiempo. Yo te quiero ahora y aquí, frente a mí, afirma mi presente, comprime el tiempo. Como todo desaparece, afirmar mi afecto con esa frase significa la letra escrita y durable, la carta escrita que se afirma en el presente.

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Yo estoy en los otros, estoy en sus gestos, sus palabras, sus miradas. A fuerza de mirarme solo en ellos, me deformo, como Narciso que a fuerza de mirarse en el lago ya no se reconoce. Cuando escribo vuelvo a mí, me construyo hasta que eso dure.

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Hay una dictadura de la mirada del Otro, algo que se nos impone desde fuera como en una escena en la que debemos actuar y cumplir con una función. Si salimos de esa cadena de significados, vamos hacia el aislamiento, que es una forma de locura. Locura también es quedarse sin interlocutores, sin nada qué decir.

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La ropa blanca secaba sobre el cordel. La sacudía un viento suave, acariciándola. Tengo quince años, de pronto, me pregunto: ¿y si se suspendieran todos lo juicios, y si se dejara de pensar y solo se existiría así, sin palabras? Imposible, yo sé que la noche es inherente al día, que es necesario el lenguaje para existir.
El viento sige soplando levemente en el valle y la ropa, blanca, se sacude. Hay que dejarse invadir por esa soledad. Y esa tranquilidad.

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Pienso en el blanco que tanto atemorizaba a Gérard de Nerval, quien se colgó de una cuerda en la rue de la Lanterne, en París. Pienso en eso y en un texto de Florence Delay, Dice, Nerval, que explica cómo Nerval creyó en su locura y jugó con ella. Yo soy el oscuro, el viudo, el inconsolable, escribe Nerval. Hay que regresar al sosiego, a la cordura. A la aceptación de las reglas. Mantenerse en el orden.

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Si La nave de los locos llevaba a leprosos abandonados a sus suerte sobre una balsa, luego, cuando existieron leprosarios, se convirtieron en los lugares de encierro para los herejes y las brujas. Las brujas eran, muchas veces, mujeres libres que deseaban vivir con libertad. Más tarde las apestadas han sido las histéricas, ahora, sin castigarlas ni encerrarlas, son las que se quedan solas, al margen de la tribu. Esa soledad del encierro en vida, como la única garantía de su dignidad y su nobleza como personas.

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In abstracto, yo me veo en mi casa de infancia tratando de dibujar líneas a lo Jackson Pollock sobre una tela blanca, con una jeringa conteniendo pintura. Observo las líneas y me parece que son como la realidad, enrevesada, hostil, a veces, acogedora. Pero, creo, sé, que no tendré miedo de esos espacios vacíos, de no comprender. Renuncio a la verdad y a las categorías. Es mi primer acto de libertad.

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Avanzamos por una calle, Olivier y yo, cogidos de la mano. Lo sigo como una brújula, en otra etapa inicial de mi experiencia en el extranjero. A veces cruzamos una persona que habla sola, una demencia inocua, aceptada socialmente y que pasa desapercibida en las ciudades francesas. Llegamos a un café, nos sentamos a conversar y tratamos de comunicar en medio del sentimiento esquizofrénico que produce el diálogo, casi es imposible hablar de verdad, o escuchar con todo el cuerpo, con toda el alma.
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Yo deseo la ligereza de la risa, su irreverencia, su humanidad. Si la Comedia de Aristóteles desapareció fue porque la risa es disolvente, desconoce las reglas de la lógica y es un peligro para el orden y la buena conducta. Pues bien, si la risa es una forma de locura podríamos reírnos de nuestra suerte sin tomarnos tan en serio.

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Pienso en cuando un cuerpo no quiere ser solo un cuerpo sino también persona, un cuerpo hablante y hablado, un cuerpo deseante y deseado, uno amante y amado, un cuerpo reconocido, un cuerpo que sea yo-tú, que pueda avanzar por el mundo sin miedo, con confianza. Pienso en esos laboratorios de la pobreza que son todos los países pobres, los campos de concentración modernos, donde el cuerpo muerde el polvo, absorbe frío. Un cuerpo casi industrial, desposeído de su valor fundamental: su dignidad como ser humano.
Esos cuerpos que no se quieren, que se convierten en el odio a sí mismos y en una desconfianza hacia los otros, cuerpos sin rostro. Y veo cómo caminábamos, mis hermanos y yo, por unos basurales muy cerca del barrio de clase media donde vivimos, veo como cada cuerpo está al límite de dejar de ser una persona, un cuerpo producto de la esquizofrenia del Capital. Entonces no entiendo cómo se puede vivir en un mundo así, cómo decir cosas coherentes, tener un lenguaje sano, sin pathos.


Pero, ¿y el deseo?


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Mi deseo no se produce sino es en la ausencia de su objeto, de ese cuerpo, de su altura, únicamente porque lo puedo inventar. Sé que sufriré pero necesito esa ausencia. Y voy directamente hacia ella.

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Él y yo estamos sentados en una sala, sé que me ha tocado profundamente, que es un clavo que se ha plantado en alguna parte de mi cuerpo. Deseo hurgar en el límite de su angustia, saber qué nos separa y nos arroja el uno contra el otro, con violencia. Nunca antes he comunicado con otra persona con tanta impotencia y tanto amor, convertidos, por falta de confianza, en dos animales encerrados en su jaula.

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En tanto que mujer, tengo miedo de mi deseo, de no saber qué hacer con la libertad. Quiero todo y nada a la vez. Sé que la angustia que esto me produce es la intuición de que mi deseo no posee límites. Sé que no deseo el matrimonio ni los hijos, sé que quiero arder en mi deseo, y sin embargo, le temo como a una enfermedad. Supongo que soy una mujer consciente cuando estoy echada en el sofá de mi casa mirando cómo se mecen los árboles y le digo a mi madre que sí, que me casaré un día.


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Si mi deseo se había atenuado por ese hombre fue porque me creí la princesa que descendía de su caballo a besar la frente de su lacayo con indulgencia. Y por compasión. Desde esa escena inicial, todas las crueldades y arbitrariedades podían ser permitidas sin castigo y sin culpa. Toda suerte de locura haciendo que la libertad sea más deliciosa. Mi angustia se hacía más intensa porque siempre supe que tendría que destruir a mi objeto.

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El amor y la locura se parecen en una cosa: ambos se ignoran, ambos son una especie de alienación. Claudel, en su encierro, repitió varias veces el nombre de Rodin, Adele H el de su querido soldado.

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Es una especie de desorden de los sentidos, de elevación mística, cuando lo veo caminar por la calle, un poco doblado, como si el mundo le pesara. Hay una suerte de encantamiento cuando los dos nos reímos porque sabemos que no podemos hacer nada sino entregarnos con vehemencia a esa pasión, hasta el cansancio. La actividad física entonces es frenética. Como no nos queda nada concreto al final, ambos abandonamos el lecho. La pasión me parece lo más cercano a la locura, nada la satisface y saber que el objeto de ese deseo se mueve, libre por las calles, desespera. Hubiera podido matar...

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Cuando estoy sola, yo no sé qué hacer con esta libertad. Solo me produce angustia.

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Soy una niña cada vez que deseo. Esa niña sentada en la terraza de su casa, mirando el cielo y las nubes avanzar. Aquella que como una corriente fría, presiente la aparición de esa mujer alienada, con trenzas y sombrero, sonriendo, mostrándome que ella no es como todo el mundo, no habla, no articula nada, solo se ríe y me hace girar con ella hasta producirme vértigo. Yo no puedo deshacerme de sus manos que me sujetan en el aire, la voluptuosidad de mi miedo me paraliza. Me deja sin aliento hasta que grito, y sé que es como una liberación, una sensación sublime y al mismo tiempo aterrada.

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Lo contrario al sosiego es la locura, es el grito, que no es música, no articula. Constantemente hacer el esfuerzo para unir el exterior con el interior, moverse en el exterior sintiendo que no traicionamos nada que nos pertenezca, que nos identifica, ¿no es acaso una locura? Por último, escribir siempre como una analfabeta, como una niña que aprende a escribir, como si le llevasen de la mano. Dibujar figuras hasta que aparezca mi rostro, sobre todo el tuyo,

Intenta.




1 commentaire:

Fernando a dit…

I'm impressed, very impressed. Waou, qué mujer! Estas palabras sí que han trascendido en mí.