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jeudi, juin 01, 2006

Atravesando el espejo

Es interesante ver la visión que tiene un hombre sobre una mujer, sobre todo en esta época, cómo la ve, cómo la siente. En la literatura universal los personajes femeninos más importantes han sido creados casi siempre por hombres (aunque las mujeres también han dado cuerpo a algunas importantes: Emiliy Bronte y su Catalina Heatcliff, Virginia Woolf y Mrs Dalloway, la Princesa de Cleves, de Madame de Layayette, o Madame de Stael y su Corinne): Antígona, Madame Bovary, Ana Karenina, Lolita, Ana Ozores, etc… La famosa frase de Flaubert, Madame Bovary soy yo, quería decir, yo nunca podré dejar de ser yo mismo, pero al mismo tiempo soy ella. También pienso en Cumbres Borrascosas, de Emily Bronte y la frase de Catalina: Heatcliff soy yo. Extrapolando, siempre estaríamos autorizados a decir que ese Yo siempre es otro, el que nos envía una constancia de nosotros mismos, el que nos muestra nuestros límites de manera más contundente en el instante en que decidimos que amamos. Digo esto a propósito de la última novela de Mario Vargas Llosa, Las travesuras de la niña mala, Alfaguara 2006. Leerla me ha sugerido varias ideas, una de ellas es que el modelo de mujer que seduce a Mario Vargas Llosa es aquel de la mujer insumisa y de alguna forma, independiente (Flora Tristán, Madame Bovary) por más que el personaje de esta novela posea ciertos aspectos de una mujer conformista, su arrivismo social sería el más evidente. La verdad es que a ambos personajes, Ricardito y la niña mala, los distingue su forma de situarse en el mundo, su dasein, su “estar ahí”, al margen de lo convencional, aunque parezca lo contrario. La niña mala será una indocumentada, neurótica, solitaria que se enamorará en algún momento de un japonés que la somete a una serie de vejaciones y Ricardito siempre estará dispuesto a protegerla, a redimirla de alguna manera (es la dimensión dostoievskiana de la novela) para salvarla de sí misma. Una vez comentaba con un amigo que siempre se sueña con alguien que te proteja de ti mismo (a), y en este caso, ella, la niña mala, encuentra en Ricardo a ese hombre que la protegerá toda la vida. Per sempre y sin condiciones. Es el tipo de amor salvador, Occidenrtal en su forma, el amor es un don… todo lo perdona, todo lo asume… como reza el Eclesiastés. Otra idea es que en la distancia, en ese convertirnos en fantasmas en el extranjero (a fuerza de movimiento y experiencias fragmentadas, la unidad se quiebra, siempre), y en la neurosis que esto produce (en el desarraigo, no es posible reconocerse sino es en la fragmentación), la única forma de no desaparecer del todo es manteniendo algo, alguien, presente a lo largo de la vida. Esta niña mala se convierte en el icono, en un fetiche pero estigmatizado como la mujer que proyectará la mirada unificadora que necesita Ricardito. Todo esto me ha venido a la mente pensando en el personaje de Vargas Llosa, porque es siempre un desafío arriesgarse a construir un rostro de mujer, darle aliento y hacerla caminar, sobre todo, que aquí ese aliento está cargado de ternura y de una fascinación auténtica. Al final de Las travesuras de la niña mala (más que travesuras, son pequeñas transgresiones, al menos, yo, lo veo así), nos damos cuenta de que una vida se reduce a muy poca cosa, a un poco de afecto, cueste lo que cueste, y algunas escenas, con su amante japonés, me hacen pensar en Michel Houellebecq y su heroína de Un isla posible (una cierta miseria humana, una vulnerabilidad evidente). El final es sin melodramas, no era la intención de la novela, sino (pienso yo) meterse en la piel de otra persona, darle vida, un trozo de vida limpio, completo.

1 commentaire:

Elvis Mendoza Martínez a dit…

El silencio que existe en tu escritura evoca a Duras. Confesaré que desde siempre te he leído, es una de mis obsesiones. Es lo mejor que me ha sucedido, desde que empeze a leer...