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vendredi, décembre 15, 2006

Las ciudades invisibles



Poco a poco, la ciudad de Lima vuelve a ser mi ciudad, sin que me cueste mucho reconocer sus ruidos, sus olores, y su ritmo, aunquue ahora distinto, oscilando entre la calma y el estrépito. Pienso en los viajes y en los cambios que producen en nuestra mirada. Cuando se viaja, nuestra existencia se reduce a lo que realmente es: un largo camino para aprender a aceptar ciertas cosas, el paso del tiempo y su final: nuestra desaparición. Me parece increíble que los instantes nos parezcan eternos, que no midamos el nivel de nuestra vulnerabilidad ni los límites de nuestras experiencias (cualquier experiencia, termina absorbiéndose, lo que nos queda es su huella, la sensación), que se van borrando con el tiempo. También se me hace evidente que todo es mucho más sencillo, sin ser banal. La sorpresa, el misterio, cierta superstición, desaparecen cuando a fuerza de comparar y comparar, nos damos cuenta que en el fondo todos estamos igualmente solos. Cuando se llega a la tierra conocida, una se puede abandonar, o, sino mantenerse alerta, como es mi caso, sabiendo que esto, es también pasajero, que el sentido de mi vida no está en una sola elección, ninguna será última ni total, si no en la forma como yo interprete las cosas, los gestos, los afectos, las frases de los demás. Nuestra elección con las personas, con las cosas que debemos valorar, dependerá de nuestra capacidad de atención, de un cierto refinamiento que es una forma depurada de espiritualidad. Estoy casi segura de eso.

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