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samedi, novembre 26, 2011

Por una literatura nómada


Este es un texto que mandé para su lectura en un encuentro de escritore(a)s peruanaos en Nanterre. Grecia Cáceres lo hizo en mi lugar. Merci Grecia.

Cuando nada es importante, todo tiene importancia.
Michel Mafessoli

Hace mucho tiempo que me vengo haciendo una pregunta: ¿por qué es necesario arraigarse para después desarraigarse, por qué construir para después desmontar? Y arriesgo una respuesta: porque la única manera que tengo para sentirme con derecho a escribir y dar mi propia versión de las cosas, es que soy capaz de poner en duda el conjunto de mis ideas y mis creencias, que mantengo siempre esa osadía intelectual intacta, que me atrevo aunque sienta mucho miedo de quedarme sin nada, o sin ganas de decir, a moverme en esa dirección, saber abandonar, partir y regresar. Recuerdo que Claude Simon dijo una vez: la única verdad es que la vida es, simplemente.
Todo empieza muy pequeña, estoy en una azotea o en un balcón, y desde ahí observo el mundo que me rodea, siento el tiempo, y siento la fragilidad de ese instante, imposible permanecer, siento vértigo y debo preguntarle a  mi madre por el sentido de las cosas: ¿para qué tenemos esta casa, para qué estudiamos, para qué pasamos tanto tiempo en espera, qué esperamos? Suponía que la muerte. Ese ha sido una idea que se impuso al sentimiento de ausencia de Dios, el de vivir para morir, transformado después en un sentimiento de vulnerabilidad constante. Empiezan los tiempos de caos y desorden económico, la convicción de que se viene tiempos negros que no sabremos afrontar. Y así empieza la lucha por tratar de comprender, de organizar ese caos, y dar un testimonio. Ninguna residencia estable está permitida, pero sí un corazón y una cabeza sólidas, sólidas para afrontar el afuera, aceptar ser una mujer, decidirse a hablar, luego a escribir.

Luego, viene el viaje. El cuerpo se desplaza y pronto las sensaciones, en medio del movimiento nos dan otra interpretación de las cosas. Nadie que se mantenga idéntica a sí misma podrá soportar el peso de la existencia de otra persona. Y el viaje obliga a asumir esas miradas, esos rostros, solo en el viaje comprendemos que estamos de paso, que no somos nada, que solo podemos aceptar esa ínfima particularidad del instante y extenderla para que parezca durable, reconfortante.
De niña me gustaba dormirme con el olor de mi casa, olor a jabón Bolívar, a cera roja líquida, en París, me despierto con otro olor, a veces una exhalación de flores que no conozco, a veces el olor de las calefacciones en invierno, de casas cerradas, de madera húmeda. En México, olía a tierra húmeda corriendo por las alcantarillas, el olor del maíz de las tortillas, en cada rincón un olor que podía ser el límite de una identidad, un enfrentamiento, aunque estaba segura de que esos límites pronto serán la puerta de entrada a una nueva libertad. Si en mis libros hay movimiento, es porque en ellos he tratado de seguir la respiración del mundo, una huella, un pliegue, sin tener en cuenta a qué país pertenecía o si era de un hombre o una mujer. Las fronteras culturales se han ensanchado, y aunque parezca contradictorio, nuestra mirada es más sensible, más abierta. Mi idea de que la literatura debe ser nómada en esencia, no responde a un capricho o una provocación, es una  respuesta casi política y una forma de afirmarse, de abrir el lenguaje a un diálogo constante, a no fijarse.
A mí, siempre me pareció que la fijeza es la muerte. Y lo único que nos une es la vulnerabilidad, saber que aunque construyamos libros, catedrales, sólidas edificaciones, siempre seguiremos siendo frágiles. Es posible que este elogio del nomadismo responda también a una fobia por todo pensamiento nacionalista y cerrado, es posible. Siento que lo que más nos daña es creer que detenerse, asentarse en una tierra y un discurso, es una forma de protegerse del tiempo, de hacerse invulnerable. Cierto que no todas las personas pueden aceptar ser gitanas, el vacío da vértigo y es parte de esa apuesta, sin embargo, no puedo evitar pensar que sino soy capaz de moverme, de renunciar, de arrancar el árbol de raíz, como decía Simone Weil, no puedo, no tengo derecho a hablar. Para romper con la colonización de nuestras cabezas como mujeres, de hombres, es necesario salir del territorio, abandonar la casa, la lengua, la seguridad de una identidad socialmente reconocida. Es necesario salir de sí misma, vagabundear, recorrer.


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