Hoy estaba pensando en los homenajes que rendimos, en lo que hacemos los escritores cuando conocemos a alguien y pensamos en construir un texto. En esa forma como nos apropiamos de algunos gestos y los traicionamos para hacerlos aparecer a los demás. La verdadera lealtad es no decir nada, sobre todo, no escribirlo. Por eso, cada libro no deja de ser un mensaje codificado, una forma de esconder lo que más nos duele, lo que más nos afecta... un disfraz... Una canción dirigida a alguien que se ha hecho ausente, que se ha ido y nos ha dejado con la sensación de su presencia, con esa fragmentación que es oír su voz, su risa, o ver su mirada, su cuerpo y saber que nunca más se nos presentará íntegro, sino por trazos. Un rostro, en todo caso, puede más que nada. Es la epifanía más sublime y más humana en nuestra existencia. La aparición de ese rostro sin máscara, uno que brilla en la soledad de su infinito significado y nos dice: estoy aquí, no me ignores.
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Thomas Mann decía a propósito:«La mirada que uno como artista, dirige a las cosas, tanto a las exteriores como a las interiores, no es la misma mirada que uno dirige a esas mismas cosas en su condición de hombre; sino que se trata de una mirada más fría y al mismo tiempo más apasionada. Como hombre puede uno estar bien dispuesto, ser paciente, amoroso, positivo y mostrar su inclinación enteramente acrítica para mirar todas las cosas y considerarlas correctas. Pero como artista el demonio de uno obliga a «observar», a tomar notas, con la rapidez del relampago y con peligrosa malicia, de todo detalle que en el sentido literario sea característico, distintivo, significativo y que tipifique la raza, el modo de ser social o psicológico, mientras registra uno todo esto tan despiadadamente como si no tuviera relación humana con el objeto observado, cualquiera que éste sea.»
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