¿Por
qué retrocede el feminismo?
Por
Patricia de Souza
¿Es
posible que la dominación social, sexual y simbólica de la mujer se pueda entender únicamente en cifras? Nada más simple
que una cifra, nada más paralizante e indiferente. Una cifra hace un llamado a
la lógica, extrae de contexto, petrifica. Por eso, aunque las estadísticas de
esta dominación sigan siendo inquietantes, ahora más que nunca en una sociedad
tan conectada, no voy a recordarlas, sino pensar el por qué el feminismo se
entrampa en un debate estéril. Si Marx y Engels en su Historia de la familia dijeron que la mujer había perdido la
batalla histórica por no haber participado, lejos de verificar si existieron matriarcados
en sociedades no occidentales, como lo quiso demostrar Johann Bachofen, estas
formas de opresión poseen una historia y un mapa cada vez más claro de
exclusión. Se tiende a rechazar la idea de que las mujeres no posean los mismos
derechos que los hombres en una época globalizada y de “proletarización del
consumo” que ha modificado el sentido común de la mayoría, es decir, el
silogismo de “si consumo existo, y si todas consumimos, existimos”. El abaratamiento
de la producción, en detrimento de la calidad, reproduce los mismos esquemas al
pensar, y, sin darnos cuenta, protegemos el legado cultural de nuestros
dominantes. Lo que parece globalizado es el modelo binario de salario-consumo.
O sea, tener los mismos paradigmas de bienestar, soñar y desear (el deseo
mimético, por imitación y alienación) los mismos objetos en una sociedad
dominada por la ganancia que produce una imbricación entre división social y
división sexual del trabajo, una confusión entre esfera pública y privada, una
reclasificación del rol de la familia y una desvalorización del trabajo
doméstico en favor del trabajo salariado (ver Silvia Federicci). Si las
relaciones de clase y las relaciones de sexo son irreductibles a la misma
cosa, estas se condicionan y se nutren
mutuamente, por lo que no se puede luchar contra la opresión sin hablar de
luchar contra la explotación. Pienso en el tema de las “maquiladoras” en
México, las empleadas domésticas en mi país, el Perú, y esa larga lista de
servilismo consentido por el mundo globalizado.
El problema más complicado es unir las diferentes
vertientes del feminismo, dilema post-moderno. ¿Cómo podemos hablar de un
discurso totalizante en tiempos de relativismo cultural y de descolonización
del conocimiento? Los “universalismos” han sido también el arma de opresión
cultural más eficaz, y si somos honestas, son los hombres los que han salido
siempre beneficiados, el Uno es idéntico a sí mismo, la mujer tiende a aspirar
a ese Uno para dejar de ser fragmentada, el “garcon manqué” freudiano. Debate
también entre lo natural y lo adquirido, entre biología y cultura, tópico
complicado y sin consenso. Por más que digamos que las mujeres son consideradas
como seres completos y con derechos iguales a los hombres, la experiencia
tiende a mostrar lo contrario: feminicidios en aumento, rezago social, laboral,
e intelectual, la legislación avanza
pero las costumbres y las mentalidades no siguen el movimiento que parece
poseer su propia lógica. Las reivindicaciones son tomadas como una pose o un discurso “elitista”: solo habla
aquella que puede darse el lujo de poder romper con las reglas de la tribu. La
religión también se impone en una era de desastre climático, migraciones y
descomposición social. Según Michel Maffessoli, el sentimiento trágico surge
cargado de mitos donde la mujer tiende a ser más esclava y más sumisa. El
capital simbólico subsidiario de la economía de mercado no deja espacio para
que la mujer se vea de otra manera que no sea utilitaria, es útil a la
comunidad, a la preservación de la especie (vientres de alquiler), pero esa
utilidad está supeditada a un servicio, a un aprovechamiento que va siempre en
contra de sus derechos como persona y como ciudadana. Este capital simbólico
está también garantizado por el poder alienante de su contenido, las mujeres
acceden a la cultura dominada y construida por integrantes del medio dominante,
aliado del gran capital, sienten que forman parte de ese “todo global” y
combaten a aquellas que se resistan a los dictámenes de la hegemonía
ideológica. Al menos, esa es la realidad en nuestro mundo occidental donde el
espacio social y político está en disputa, donde somos la parte que “no
nombra”, como decía Flora Tristán en el siglo XIX, o las “parias” que describió
Madame de Stael en sus análisis sobre la literatura escrita por mujeres.
Escuché en la radio a la artista Annette Messager, primera mujer en obtener el
premio de la Bienal de Venecia en el 2005, a quien la situación de las mujeres
en el arte le parecía deplorable, lejos de los tiempos de las “Guerrilla
girls”, y más cerca de una condescendencia anestesiada. En la literatura, el
medio con más carga simbólica e ideológica, el más dominado y formateado, las
pocas voces que logran levantar vuelo, terminan por arrastrar el ala. Ante la
falta de consenso de qué es importante para las mujeres dependiendo del lugar
de dónde se analice su situación, el mundo se radicaliza marginándolas de
manera eficaz, incluso violenta, inmanencia garantizada. Un universalismo es
posible dentro de una pluralidad de ideas y representaciones, que es lo mismo a
decir que los acuerdos plurales, incluso paradójicos, puedan existir. El
feminismo no puede ser el producto de mercado etiquetado como “peligroso”, sometido
a la presión social, bajo amenaza de castigo. Atreverse a ser feminista es
atreverse a pensar qué significa poseer un cuerpo, pertenecer a una cultura, y
qué significa la historia como la narración del relato de nuestra especie, una
narración que necesita reflexión del por qué no estamos presentes, puesto que estamos
en condiciones de hablar. Antes de que sea un balbuceo.
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