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lundi, janvier 06, 2014

Canaima

Este fin de año decidimos con Olivier, un viaje a la sabana venezolana. Esta es una pequeña crónica de ese viaje.

Viernes 31 de diciembre

Aeropuerto de ciudad Bolívar rumbo a Canaima. Desayuno en la cafetería del aeropuerto. Una pareja de nativos pemones desayuna a mi lado. Su expresión es sensible, como una carne en la que se marcan las miradas, los gestos. No he podido dormir del entusiasmo. En el hotel La cumbre, en lo alto de una montaña de la ciudad, dentro de una habitación enorme, con hamaca y dos camas austeras, he dado vueltas sin cesar. Levantada temprano para ver los pájaros, sin lograr ver más que algunos gorriones. Lluvia.
Un joven llamado Jesús viene a buscarnos. bello como una montaña. La gente es muy bella en Venezuela, sobre todo las mujeres. Tienen cabelleras espesas y ojos soñadores, muy grandes y vivos.

Noche

llegamos, luego de un viaje espléndido en una avioneta bimotor en la que me arrimé a la ventanilla para ver el paisaje monumental de esa región de Venezuela. Las montañas son de roca, murallas altas formadas por cañones del río Caroní, y el Orinoco, que es de aguas azules por los minerales que arrastra. En Bolívar hay grandes reservas de hierro. Esas montañas de paredes altísimas (creo que en Grand Canyon vi algo semejante) tienen miles de años, se han formado con el tiempo y mantienen, por su posición en la tierra, una vegetación y especies  animales endémicos, inexistentes en otros lugares.
No bien llegamos, nos dijeron que salíamos a la Isla ratón, desde donde se puede caminar hasta el salto El ángel. Se llama así porque un día un norteamericano llameo Angel, logró ver desde su avioneta en que sobrevolaba suelo venezolano, la caída de agua impresionante. Se quedó obsesionado con ella y regresó con unos amigos para constatar que no había sido una alucinación. Aterrizó en lo alto del tepuy, que es el nombre indígena, quedando varados allá arriba. De ahí que la montaña se conozca también con ese nombre, su nombre indígena es: Auyán tepui.

No me he separado de mi libro de Levi-Strauss, Tristes trópicos, me empuja a escribir cada vez que leo una descripción, un abandono a lo que va descubriendo.
Dormimos en hamacas, esperamos el año nuevo con un grupo de pemones y venezolanos ansiosos por festejar la llegada del nuevo año. Estábamos agotado.as del viaje, seis horas en canoa indígena con el torso inclinado, las manos aferradas a los bordes cada vez que pasábamos un rápido. Las rodillas anquilosadas de tanto estar plegadas, pero, aun así, ellos y ellas esperaron las doce. Bajamos con Olivier para saludar. No solo estaba aturdida, cansada, por el viaje, sino preocupada por mi capacidad de adaptación a un grupo de 10 personas extrañas. Dormimos en hamacas en un solo espacio abierto donde la música rebotó hasta la madrugada. Luego silencio. No se oyeron pájaros, solo los ronquidos de algún vecino que dormía plácidamente sobre su hamaca, chinchorro, dicen acá-

Al día siguiente, la escalada. Dos horas de subida entre raíces de árboles y rocas musgosas, selva arriba. De pronto ya no sientes el cuerpo, solo las ganas de estar allá arriba, cerca de la cascada. Las montañas se yerguen como murallas en medio del paisaje que estalla de verde. El cielo tiene algunas nubes, es intenso, alto. Ya desde el viaje en la canoa sentía que ese entorno me estaba devolviendo a mi lugar, imponía silencio, abandono, un sentimiento sublime, tal vez el sagrado que los nativo.as sienten y que hace que las vean come deidades. Suelen quemar algunas plantas para que se purifiquen y no ven con buenos ojos tanto turismo, los descoloca, los pierde y los llena de ansiedad consumista. Solo después comprenderé por qué en los bares llegan en pelotones a sentarse a beber cervezas, lo que sea,  hasta la ebriedad. Los pemones tienen varias ramas, yanomami, yékuana, pemón, whotuha, Su idioma se acentúa mucho con las "k", para darle un énfasis un tanto musical.

Cuando estamos en lo alto contemplando la estepa verde y las caídas de agua; estamos dentro del paisaje, hay una sensación de pertenecer a esa tierra, es extraño.

2 de enero.

pocas veces me he dejado llevar por mi entorno de esta manera, con delicadeza, con docilidad. Anoche, mientras regresábamos del campamento al hotel en Camaina, nuestro bote quedó varado en la aguas azules del río Caroní, el motor no funcionaba. El cielo estaba estrellado y el cielo  se erizaba de antorchas, ejes de un universo material desconocido, pero del que formamos parte. Los tepuyes parecían temblar con la luz, mientras nuestra canoa se mecía sobre las aguas suaves del río. La oscuridad resplandecía bajo esa luz del universo, pero todo.as empezamos a sentir temor. Yo me decía cómo haría para nadar si apenas sé mantenerme a flote, además, con lentes! Al final vinieron a rescatarnos en otra canoa, justo cuando los niños empezaban a llorar  asustados por la noche.

3 de enero

el vuelo de regreso en avioneta me hizo entrar en pánico. Un avión de cinco asientos en el que tuvimos que treparnos al vuelo . Antes de salir me había tomado una botella entera de agua y en pleno vuelo, mientras el avioncito surcaba los cielos sobre las montañas sedosas de la sabana, yo andaba a punto de llorar de las ganas de orinar. No solo era mi miedo a volar en un avión tan pequeño, sino el mojar el asiento, aunque Olivier, que había comprendido mi urgencia, me asentía con la cabeza de que dejase salir el líquido, ya me las arreglaría después. Imposible. Llegué al borde del llanto, descontenta por no haber tomado fotos a buscar los baños del aeropuerto.

De regreso, nos detuvimos en el museo del artista Jesús Soto en ciudad Bolívar (no pudimos verlo a la idea y n
o queríamos partir sin hacerlo). Un descubrimiento, salas con varios artista, Malévich, Matta, Otero, entre otros. Una verdadera maravilla que muy poca gente conoce. Como Canaima, de la que solo había visto un cuadro enigmático en el Museo de arte contemporáneo de la Habana, uno de Wilfredo Lam….


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