Me pregunto hasta qué punto reduciremos nuestro espacio público, ¿hasta dónde podrá ir esta simplificación de acciones y de gestos, y si un día perdemos definitivamente el gusto del intercambio, de la palabra, del diálogo? Tendremos que acostumbrarnos a vivir con tan poco, o lo que es peor, ¿aterrorizadoas con un futuro sombrío, oyendo mensajes de guerra, anuncios de crisis interminables, sin poder llorar por todas esas vidas que se pierden, cada vez más duroas, más ausentes?
Por lo pronto, creo que la literatura será el terreno más afectado, desaparecerán los libros impresos, las librerías, loas editores, las personas que escriben... ¿qué más va a pasar? Si escribir un libro se convierte en una repetición de lo que vemos y oímos en la televisión ¿para qué nos servir áescribir y leer? No es que entre en mi fase pesimista, es que creo que cada vez debemos ir renunciando a más cosas, aprender a vivir con lo justo, incluso afectivamente (las grandes aventuras amorosas quizás llegan a su fin en una época de gente tan escéptica, tan desesperada por no sucumbir), es lo que voy sintiendo en el aire...
Entonces detenerse, mirar por unos instantes alrededor de nosotroas, decirnos que quizás esta época está cambiando velozmente, pero que en el fondo, nosotroas nos mantenemos de pie respirando a todo pulmón, sin pulmón artificial.
L affaire Millet.
Estoy cada vez más perpleja de ver los artículos que siguen a la aparición del texto de Richard Millet, Langue fantome, seguido de un elogio del asesino de Noruega. Me toca de cerca porque he visto emerger un personaje tan oscuro, tan abyecto.¿Es la misma persona que conozco, que a veces me recibía en su oficina de la calle Gallimard para hablar de libros, del Líbano, de los viajes? Aparentemente, sí es el mismo. Ni literario, ni inventado, real.
La última vez que vi a Millet, en la misma editorial, lo sentí más ofuscado que nunca. Cuando le comenté que un amigo escritor me había comentado un fragmento suyo infame en contra de algunos franceses de origen africano, me contestó que no se refería a ellos, sino a la mayoría de la gente que estaba en el RER (tren de cercanías en parís). Sin duda disimulaba este libro aun más terrible (los anteriores no los había leído o los había empezado a medias-no sabría explicar las razones-, lo conozco más por sus novelas que tienen una belleza sombría, lejos de estos horrendos panfletos). Recuerdo que sentí una opresión, un miedo a a algo desconocido, lo que podría ser esta locura del odio y la violencia. ¿Qué le hacía perdonarme la existencia? (según él los franceses solo existen cuando son de sangre"), no lo sé, pero esto es un agujero negro, una cosa terrible, que parece no terminar aquí.
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