hace unos días venía caminando por la calle Chivacoa, que baja de las Lomas hacia el sector comercial de la ciudad. Iba relajada, divagando cuando una moto se detuvo a mi lado. Vi que había un hombre montado, llevaba una bolsa plástica con unas salchichas empacadas, murmuró una petición. Entendí que necesitaba dinero para comprar un nebulizador para uno de sus hijos. Como olía alcohol, pensé;: seguro que desea dinero para seguir bebiendo, y saqué mi monedero y le di la plata. Pero enseguida vio que tenía un teléfono celular de esos que gusta a la mayoría de la gente y me dijo que se lo entregase amenazándome, enseguida se refirió a sí mismo y dijo que estaba como "enardecido" o algo así. Su acento hacía que no le entendiese (en realidad soy yo la que tiene el acento para él!). Quedé un poco desmoralizada, porque lo que más me ofende es no haber podido comunicar con él. Es decir, él en su rol de ladrón y yo de usurpada. Yo no quería ser la usurpada. Y hasta ahora me niego aunque ya no pienso pasearme con teléfonos inteligentes en la mano ni nada por el estilo. He tenido que reordenarme a partir de ese simple hecho, es como si no me reconociera en esa imagen. Es extraño,
días de días de movimiento, de visitas. Mi problema es que yo trabajo en casa, y toda la casa es mi interior. Cuando recibimos visitas, todo espera, acoge, y espera para volver a ser ese espacio privado en el que pienso y escribo. Sueño.
Voy separándome de Venezuela, noto que mi interés decae, cumplo un ciclo. Voy acercándome a otros espacios.
Tengo que distribuir tiempo para investigar, escribir y no perder el hilo. Detuve mi novela, he perdido la sensación. La idea: tener al menos unas sesenta páginas redactadas para poder seguir trabajando en Francia.
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